Por Melanie Jhan
IG @aguanabana
Mi cuerpo: mi madre.
Una piel que recubre mis huesos y órganos, y me da identidad.
Mi cuerpo me permite danzar entre las aguas de los espacios en los
que quiero crear.
Mi cuerpo, mi madre, me sostiene.
Estas caderas guardianas de secretos, de sombras y luces; de sangre,
de portales, de túneles y de una gran cocina en donde he de procurar
mantener el fuego ardiendo para mi salud, y la de los hijos
que de mí nacerán.
Hice de mi cuerpo un escudo y tengo las rodillas con cicatrices. A
veces me arde la cara, pero me arde más la mente por todos los pensamientos
que se cuelan y me hacen creer que no merezco lo que al final es derecho.
A veces el león quiere morder a la emperatriz.
A veces la emperatriz lo doma.
A veces el león se duerme.
A veces la emperatriz lo muerde.
En esa danza violenta; en esa danza que a veces es océano
aguamarina, lleno de corales y arrecifes con sirenas que cantan en
códigos antiguos y me los ofrendan en forma de perlas tejidas.
Yo, ignorante de todo, sucumbo a la fuerza que me empuja a la sombra
de mi propia caverna.
Manto bañado en agua salada, cuencas de mi rostro en forma de
peces que nadan y nunca duermen.
A todo esto, mi cuerpo sigue sosteniéndome, de las maneras más
amables posibles. Y cuando me doy cuenta, soy una niña
que abraza su propio reflejo; su propio cuerpo; su propio ser.
¿Cómo podría yo no abrazarme de niña? Si me llena de amor a llanto
verme sonriendo tan pequeña y bonita.
Aceptándome.
Desarrollando raíces que se entrelazan con fuerza para sostener a
este árbol.
A cualquiera que pudiera decirme algo,
yo le respondo: déjame ser. Déjame tranquila.
Me quiero. Qué gran paso.