Por Melisa Rodríguez
IG @melirodriguez1812
“Cuando era joven, podía forzar a mi cuerpo a hacer ciertas cosas y el cuerpo estaba callado.
Pero, para mí, ese hogar, que me dio tanta confianza, ahora se está rompiendo”
AKRAM KHAN
Mi realidad está traspasada por la danza. Y la danza es una excusa para trascender. Es el único lugar donde mi cuerpo no tiene forma, donde no tengo edad ni peso. Soy etérea. Bella. Eterna. Y toda mi intención al exponerme es dejar una huella. Bailar sublima, tatúa, marca, al otro, a mí.
Pero hay que ser claros en el lenguaje del cuerpo, porque la huella puede convertirse en hoyo. El trabajo de autodescubrimiento no debe confundirse con ensimismarse. Aislarse de esa forma se convierte en algo nocivo, narcisista. El encuentro del bailarín consigo mismo es personal, pero desde el encuentro con otras almas, con otros cuerpos, con el espectador: los ojos y las almas que reciben lo que él da. No se hace arte para guardarlo; el arte es compartir experiencias, es exteriorizar emociones, movimientos internos que son creación propia, pero propiedad también del que los recibe. El baile es mío y es tuyo. Es un acto de desapego, de amor. La entrega no siempre es serena, pero es audaz, valiente y verdadera.
Siempre me pregunté cuándo es el final. Y creo que es cuando el cuerpo ya no puede decir nada. Todo proceso conlleva una crisis y toda crisis, un crecimiento, un reencuentro, una transformación.
En el desierto somos etéreos, somos pequeños, nos conduce el viento. Nos seduce, nos dejamos llevar. ¿Qué árbol florece plantado en la arena? Por eso bailamos, para brotar con raíces fuertes, pero cortas, para poder volar.
Pero para el que baila, el tiempo es efímero. Aunque el cuerpo marca su humanidad, puede sentir cómo el ser trasciende. El bailarín roza la eternidad.
Sigue bailando en los cuerpos de otros, trasciende en sus almas. Su ser transmuta en movimientos ajenos, comparten un trozo de su esencia, la reencarnan, la hacen florecer.
La muerte no es la ausencia, sino el olvido. Solo si se olvida, desaparece y, aun así, vive, porque sus movimientos quedan perpetuados en el viento. Se convierte en un ser cíclico. Un movimiento comienza, transcurre, termina y vuelve a empezar. La eternidad no tiene tiempo. Sólo el tiempo se acaba, y lo que se acaba produce dolor. El dolor lo devuelve a las raíces, y allí se vuelve al principio.
Principio que es final al mismo tiempo, el tiempo de la eternidad.