Por Luciana Soria
IG @lucianafolck
¿Qué fue eso que sentí?
¿Qué fue eso que dancé?
¿Qué fue de la mujer que alguna vez tenía “todas las respuestas”?
No sé, y a veces está bueno no saber, y perderse en la inmensidad de la música, del cuerpo, de la vida y sentir; sólo eso… sentirme…
Dicen por ahí que la vida se transita día a día, que su abundancia consiste en poder estar presente de manera atenta, observante y sin cuestionar lo que sucede. Esta práctica no me resulta fácil; requiere de consciencia y atención plena, un entrenamiento que se hace diariamente. Ahora bien, ¿esto es vivir? ¿es habitar la vida que nos es regalada? ¿o es una forma más de engañarnos para vivir en este plano, el terrenal? Estas fueron algunas de las preguntas que me hice luego de un encuentro con la danza, mejor dicho: con mi propio ser danzante, cuando todo fluyó sin proponérmelo. No había vivenciado nada igual antes, y tampoco pude imaginarme que esta sería sólo una de las tantas que viviría cada sábado subsiguiente al del aquel 10 de Junio.
Era una mañana muy fría, de las pocas que tiene mi provincia norteña. Todavía, la luz de la mañana no terminaba de aparecer y, entre el canto de pájaros, la brisa de los árboles y las montañas rocosas que embellecen el paisaje de mi Rioja amada, ingresé al salón de este lugar sagrado, donde sus paredes y pinturas son testigos de lágrimas, risas, gritos, poesías, danza y más danza: es este lugar donde mi alma es libre, al compás de la música, de los sonidos; donde el cuerpo, la mente y el alma se fusionan permitiendo que sea arte… respiro hondo, cierro los ojos y vuelvo a este lugarcito del hogar, que es el refugio de mi ser en transformación. Perdón, vuelvo al relato de este sábado tan peculiar. Luego de ingresar, prendí el sahumerio que acompaña este encuentro semanal, el celular que propicia la conexión a un grupo de cuerpos danzantes, encendí el bafle y me dispuse escuchar cada indicación de la meditación que compartiríamos.
Qué afortunada me sentí al saber que la indicación principal era que nos animáramos a ser danza. La meditación constaba de tres momentos:
Primer momento: danzar como si estuvieras poseido/a
Segundo momento: acostarse, quedarse inmóvil y en silencio
Tercer momento: danzar celebrando y disfrutando
Durante los primeros minutos, los pensamientos interferían una y otra vez: ¿qué música es? me cuesta llevarle el ritmo; ¿qué tipo de danza es? ¿cómo se llama el instrumento de viento? bla, bla, bla... Las preguntas, junto con el nerviosismo por querer obtener todas las respuestas, me invadían, pero seguía intentando que el cuerpo conectara con la música; entonces recordé la indicación impartida por el maestro: “mové todo el cuerpo”, y fue en ese preciso instante donde comencé a girar, variando velocidades, con los abrazos abiertos - cerrados; hacia arriba - abajo, manteniendo los ojos cerrados. Los pensamientos desaparecieron y me entregué a ella, a la más sublime vivencia inconsciente que hasta ese momento había experimentado. Dejé de resistirme a lo desconocido y fluí, buceando en la inmensidad de la danza (de mi danza), sin tiempos ni formas. Nisiquiera tenía importancia alguna la técnica, hasta que dejamos de ser ella y yo, y sólo fui (soy), danza.
El encuentro fue sorpresivo, pero no éramos desconocidas. Simplemente nos habíamos alejado y perdido. Felizmente, no sólo logré la conexión entre el cuerpo y la música sino también con ese misterio (que dejó de ser tal) llamado alma. Desde ese día, danzo la vida poniendo el cuerpo y dejando fluir lo que ella tenga para entregarme. Este “encuentro” resignificó mis días, al hacerme saber que puedo habitarlos danzando.