Por Melisa Rodríguez
IG @melirodriguez1812
Entonces guardó la zapatillas de puntas y el tutú rosado,
se puso las calzas y las rodilleras, y cambió la elegancia y la perfección
de las piezas clásicas, por el caos estético y el impacto de la realidad
La danza siempre fue para mí (y lo sigue siendo), un constante aprendizaje, una manera de vivir o, mejor dicho, una manera de afrontar y caminar la vida.
Bailar no me aísla; me inserta aún más en una realidad ineludible. Estoy más conectada de lo que todos piensan. Intento ser -danza mediante- un agente de cambio y no sólo una observadora, porque el arte es una manera de decir y decirse, de hacer, construir un universo de movimientos que contribuyen al aquí y ahora.
Soy una y muchas a la vez; a veces, hasta ninguna. Amorfa, etérea. Una pequeña parte de un todo magnífico. Una masa bailadora sometida a melodías sublimes y violentas.
No cambio por nada ese contacto sudoroso: el contacto de cuerpos que se amalgaman.
Desarrollo con la danza los oídos del alma, el motor de mi cuerpo. Activo cada músculo, cada hueso. Integridad. Todo habla: el movimiento, la quietud, el silencio, los gritos, la respiración, el sudor.
He descubierto que la técnica no es nada sin la expresión.
He comprendido que la danza no es nada sin equipo.
He aprendido a bailar y la danza me hizo madurar.
He aprendido a mirarme y aceptarme. A corregirme y dejarme corregir.
He aprendido que la estructura es verdadera cuando se vuelve flexible.
He encontrado un amor. Un amor que es correspondido y perenne. Un amor que me hace eterna y única. Un amor que me hace amar.