Por Melisa Rodríguez
IG @melirodriguez1812
El cuerpo nunca miente (...)
Lo importante es ese instante único en el movimiento.
Darle a ese momento sentido, importancia y vitalidad.
No dejar que se desvanezca en vano, sin ser percibido.
Martha Graham
Mi maestra dice que el silencio es música. Aprender a escucharlo, nos convierte en una integridad. Bailar con la respiración, el latido del corazón, el arrastre de los pies sobre el suelo, con la sensación de que el cuerpo ocupa un espacio en el aire y lo invade, lo llena y lo hace sonar. “Dejen que la música entre en el cuerpo”, dice ella.
Pero, ¿qué está pidiendo? ¿Acaso una entrega sumisa a dejarse llevar involuntariamente para ser absorbido? No. Es un acto total de valentía: comprender que bailar es la conjunción de cuerpo, alma, mente y espíritu; que la música no es sólo trasfondo, sino parte del baile; que el silencio nos impulsa movimientos, y éstos hacen la música. Por eso, el baile es sagrado: porque cada vínculo es sagrado, cada elemento es sagrado. Y el escenario, sea cual fuere, un altar.
Encontrar la razón por la que bailo, es casi como encontrarle sentido a mi existencia. Hay una necesidad explícita de compartir y compartirme, que genera la responsabilidad de conocerme, de ser consciente de mis límites para no invadir o lastimar al otro; de saborear los logros propios y de los demás, porque somos un conjunto. Sonamos en armonía, juntos.
Y se produce algo magnífico, un gran descubrimiento: aunque sea por un momento, al bailar uno se empodera. Y empoderarse es apoderarse de sí mismo. Es saberse capaz de hacer; de Ser. Es sentirse bello y verdadero. Es amarse y, desde ese amor, no ser más que amor. Por un momento, al bailar, dejamos de luchar contra nosotros mismos. Somos nuestro aliado. Y ese valor no nace de una batalla, sino de la necesidad de ser uno mismo, bailando.
Y todos, uno.