El siguiente artículo fue escrito por Carolina Pepper en el marco de las actividades propuestas por el Seminario Online de PERIODISMO DE DANZA.
De cómo la danza contemporánea se hermanaba con el under sin saberlo.
Carolina Pepper / Ph. Hugo Romo
En el Guayaquil de los noventa se leía el Paratodos, se tomaban lanchas a Durán, hacíamos
sobremesa con el Show de Bernard mientras nos deleitábamos con las canciones y bailes de Rafaela Carrá,
y podíamos aún ir a los Policines a disfrutar de la doble función con intermedio de canguil, hot dog y una
“Manzana de la manzana”. Pienso que, de alguna manera, la ciudad estaba inmunizada del resto del
mundo, el tiempo parecía detenido a decir por la música de sus emisoras de radio, y si bien el Puerto ha
tenido siempre un ritmo acelerado en las calles, ese ritmo era muy distinto en los noventa.
Para hacer un recuento de cómo se movía esta ciudad en aquellos años, hablando de la danza a nivel
profesional, recreativa y/o experimental, me apoyo en ciertas pistas esenciales provenientes de
experiencias personales, entrevistas y pesquisas sobre la disciplina que practico y observo. Los cuerpos
en nuestra ciudad se han movilizado a partir del accionar que le producen ciertos factores que se exhiben
en sí mismos, y que son el resultado de una fusión de elementos tan disímiles como biotipos, migraciones,
religiones, colonización, nutrición, clima, roles de género, cultura hegemónica, educación, y otros aspectos
más sutiles pertenecientes al imaginario, pero como mencionara antes, engranados todos entre sí en
el/nuestros cuerpos.
Cabe puntualizar que la mirada que propongo es bastante
personal, y deriva de mi práctica en danza contemporánea
y ballet hace muchos años, e improvisación, performance y
danza de calle, más recientemente. Como rasgo
característico de la filosofía de la danza contemporánea,
podría apuntar que se permite la exploración y participación
de elementos de otras danzas, disciplinas artísticas y
técnicas variadas, y esto atravesado por una mirada que
puede ser tanto abarcadora de algunas “recetas” y estilos
vanguardistas, así como crítica y cuestionadora también,
instando a rupturas con su propia ontología del movimiento, en el caso de la danza, y de las acciones de
arte en el caso del performance. Por ello me parece ideal, y me permito aquí mencionar algunos datos
que pertenecen a una investigación no publicada, donde la danza de Guayaquil no es sólo movimiento, y
su movimiento no es sólo danza.
En Guayaquil la Danza Contemporánea tuvo en los noventa unos santiamenes fugaces provenientes más
bien de la Danza Moderna. La llegada del maestro Luis Mueckay a la Escuela de danza de la Casa de la
Cultura marcó el rumbo de una primera camada de bailarines, grupo al que pertenecí, y del que destaco la
presencia de algunos compañeros de aula en 1992 como Omar Aguirre, Fernando Rodríguez, Fanny Herrera
y Jorge Parra. Todos en su momento estudiantes- intérpretes, y luego además destacados y creativos
coreógrafos, dato a destacar en estos particulares, considerando que la coreografía no fue tan floreciente
como la interpretación, por quienes siguieron la posta de la escuela de Mueckay: Sarao.
Sarao como grupo destacó en la escena convencional de la ciudad gracias no sólo a su atrevimiento al
retratar temas urbano-cotidianos y el uso de herramientas tanto del teatro como de la danza, sino también
G
por la utilización y manejo del humor como elemento transversal en sus historias. Su papel en la ruptura
del teatro hegemónico de la ciudad, a la época lleno de varietés, es estimable. Mientras tanto y por
fuera de esa línea hegemónica que destaco, una especie de mundo subterráneo daba cuenta de un
movimiento que hacía uso de elementos y formas de producir que se acercaban más a lo que hoy se
entiende como performances o acciones de arte. A veces teatralizadas, otras ritualizadas, y otras matizadas
por colaboraciones entre disciplinas y elementos multimedia, hubo acciones de arte que dieron cuenta de
otros modos de entender y usar el cuerpo a gusto, muchas veces atravesados también (rasgo común en la
Latinoamérica de los 80-90´s) por gestos de activismo político.
Antes de mencionar algunos nombres propios, quisiera adelantarme a decir, como preámbulo, que muchos
continuamos trabajando la experimentación como tarea imprescindible, y que eso nos ha llevado en tránsito
por muchos lugares y no-lugares que aquí menciono, pero que gran cantidad de los sitios que fueron
cómplices de acogida, desaparecieron ya. Por razones de espacio, en este artículo quedan sólo
mencionados algunos, a modo de estrategia que despierte en el lector/a algún dejo de curiosidad por la
investigación completa. Pues bien, para referir algunos intentos que tuvieron los cuerpos locales de
enfrentar la llegada del nuevo siglo, cuentan aquí los happenings de varios artistas en la Galería Madelaine
Hollander, las instalaciones y multimedias del argentino radicado en Guayaquil, Aparixio; las acciones de
arte realizadas en el parque Centenario (antes del enrejamiento, claro) como la del poeta Cucalón
declamando vestido de tutú y los de la poeta Rebeca Apolo, quien accionaba su poesía mientras yo
ejecutaba una danza tailandesa silente. Ella de negro, yo de blanco, en la ciudad colorida tropical. Se
recuerdan con gloria los cruces de danza, música en vivo, pinturas, escenografías y esculturas de la casa
Zuácata de Urdesa. Los action painting de Hernán Zúñiga, los rituales danzados y al límite, sobre vidrios, de
Xavier Blum, o las acciones desarrolladas como colectivo junto a Iris Disse, Kléber Viera, entre otros, como
Piratas de la voz en el Colegio de Bellas Artes (que incluyeron estructuras gigantes de caña guadúa, danza
en caída desde un árbol, uso de tanques de agua y estructuras de hielo, además de la música interpretada
en vivo desde un didgeridoo. La arquitectura danzada de la casa Danza Sur (Fanny Herrera, Yelena Marich,
María Pérez), o la danza calle del colectivo En Giro con la balletista María José Flores rapada para el efecto,
atravesando el laberinto del Velero de la Ferroviaria, que por supuesto, ya no existe, son parte también de
este relato que hace guiños a una generación que se movilizaba en furgonetas de colores y a pie.
El carácter de estos eventos tenía que ver con una ciudad efervescente y permisiva, que al mismo tiempo
ha estado lista para olvidar y comenzar de cero cada vez, como en sus repetidas fundaciones y grandes
incendios, pero además, una ciudad violentada por grupo que ha tenido el poder de hacernos pensar que
espacio público y arte no comulgan, y se los hemos creído. La tan acuñada frase que reza míticamente que
“en Guayaquil, nunca pasa nada”, es sólo una falta histórica, una despreocupación, o la limitación de un
rumor que no alcanzó a llegar; pero créanme, en los noventa, Guayaquil se movía.