"Tengo la sensación de ser un pájaro enjaulado al que le han arrancado las alas violentamente,
y en la más absoluta penumbra, choca contra los barrotes de su estrecha jaula al querer volar"
Ana Frank - El Diario de Ana Frank
Una mujer con vestido blanco detrás de una ventana, mueve sus manos intentando traspasar los barrotes. Suenan los primeros acordes. Quedás sumergido.
La mujer frente al espejo empieza a contar su historia con movimientos lentos y precisos al compás de la música. Distintos momentos de su vida circulan por su cuerpo, reflejados y multiplicados por el espejo: su infancia y su libertad; su temor y su escondite; su coraje y su dolor. Cada movimiento, suave, enérgico, débil, envuelve una parte de su historia y desanda sus pasos.
El espejo funciona de nexo entre la bailarina y el público presente. Los movimientos y las miradas se entrecruzan, hablan y se multiplican. El público observa, con una mirada que lo implica, y a su vez le permite observarse a sí mismo. A medida que avanza en el salón, la bailarina, Ana González Vañek, construye un espacio donde las distintas miradas se expresan, se comunican.
Una lucha interna se libra en ese cuerpo. Intenta salir pero está sujetada. Dice y calla. Quiere avanzar pero necesita retroceder. Algo aparece y no quiere verlo, sus manos cubren su cara pero sigue avanzando, sigue bailando. Un círculo la encierra pero la belleza de los movimientos aún permanece; nos permite empezar a entender qué es lo que ha visto.
Sin remedio la memoria vive en su cuerpo, en sus movimientos y en sus cartas desparramadas en el suelo: “La esperanza está, primordialmente, en los que no hallan consuelo” (Theodor Adorno); pero esta mujer está viva, y elige contarlo.
Su memoria es la que vive y su cuerpo nos devuelve la mirada. No es silencioso, nos es visible. Su cuerpo habla y se comunica a través de la danza, y de ahí que nada puede resultar indiferente. Somos parte porque nos involucra e interpela, nos permite ser testigos de su historia, de lo que ocurrió y cómo ocurrió.
Las cartas caen y el final se hace inminente. Aplausos que se desvanecen. Y en el final, la emoción no dice ´yo´. Uno se encuentra fuera de sí, porque la emoción no es del orden del “yo” sino del acontecimiento. (Deleuze, 1981 : 172)
La mujer frente al espejo empieza a contar su historia con movimientos lentos y precisos al compás de la música. Distintos momentos de su vida circulan por su cuerpo, reflejados y multiplicados por el espejo: su infancia y su libertad; su temor y su escondite; su coraje y su dolor. Cada movimiento, suave, enérgico, débil, envuelve una parte de su historia y desanda sus pasos.
El espejo funciona de nexo entre la bailarina y el público presente. Los movimientos y las miradas se entrecruzan, hablan y se multiplican. El público observa, con una mirada que lo implica, y a su vez le permite observarse a sí mismo. A medida que avanza en el salón, la bailarina, Ana González Vañek, construye un espacio donde las distintas miradas se expresan, se comunican.
Una lucha interna se libra en ese cuerpo. Intenta salir pero está sujetada. Dice y calla. Quiere avanzar pero necesita retroceder. Algo aparece y no quiere verlo, sus manos cubren su cara pero sigue avanzando, sigue bailando. Un círculo la encierra pero la belleza de los movimientos aún permanece; nos permite empezar a entender qué es lo que ha visto.
Sin remedio la memoria vive en su cuerpo, en sus movimientos y en sus cartas desparramadas en el suelo: “La esperanza está, primordialmente, en los que no hallan consuelo” (Theodor Adorno); pero esta mujer está viva, y elige contarlo.
Su memoria es la que vive y su cuerpo nos devuelve la mirada. No es silencioso, nos es visible. Su cuerpo habla y se comunica a través de la danza, y de ahí que nada puede resultar indiferente. Somos parte porque nos involucra e interpela, nos permite ser testigos de su historia, de lo que ocurrió y cómo ocurrió.
Las cartas caen y el final se hace inminente. Aplausos que se desvanecen. Y en el final, la emoción no dice ´yo´. Uno se encuentra fuera de sí, porque la emoción no es del orden del “yo” sino del acontecimiento. (Deleuze, 1981 : 172)