Por Ana Paula Quevedo
Bien sabemos que La Consagración de la Primavera, versión de Pina Bausch (1975), revolucionó completamente las perspectivas escénicas y corporales.
Debido a que la sociedad había experimentado las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, comenzaban a cambiar ciertos paradigmas, inevitablemente: económicos, sociales y hasta culturales.
En este sentido, estamos de acuerdo con lo que expresa Ana González Vañek: “comprender que la danza, […] forma parte de un contexto cultural especifico que amerita un previo estudio de las particularidades que hacen a la comunidad donde éstas se desarrollan”.
Siguiendo esta lectura, podemos decir que la obra estrenada por la coreógrafa alemana tiene un fuerte acento en las cuestiones humanas: el sentimiento de cada bailarín es expresado en cada movimiento, donde es posible observar cierta fragilidad subjetiva.
En esta obra en particular, podemos ver claramente cómo los sentimientos más profundos toman el cuerpo de la bailarina que es “la elegida”, y cómo va desenvolviéndose esa pena hasta llegar al estado de muerte.
Se trata de sentimientos cargados de intensidad, también reflejada en la escenografía que acompaña a los bailarines, los cuales -en conjunto con movimientos abruptos y densos- logran toda una atmósfera sumida en un discurso puramente emocional, frágil, irracional y disruptivo.
Destacamos los aspectos sentimentales de la obra porque son, indefectiblemente, puntos clave dentro de esta gran obra, tanto para comprender el estado de ánimo de la época como el estado de lo humano. Es decir, lo subjetivo reflejado en lo objetivo. Una sociedad que convive con los agravios de un espanto, con la muerte, la indiferencia, el desasosiego y la brutalidad; y el humano inmerso en este estallido de cosas sucediendo, debiendo seguir viviendo, o no.