ADENTRO - AFUERA. LA INSPIRACIÓN DE LOS OTROS EN NOSOTROS

Por Martín Pérez Antelaf


PINA - Wim Wenders


Cambiemos el orden de las cosas. Miremos las cosas en un paso de danza para sabernos sin conocimientos últimos. O mejor aún: forcémoslas a no respetar el trazo que nos es profundamente impuesto y nisiquiera sugerido. Antepongamos frente a esas categorías, con fuerza y ligereza, la creación que siempre ofrece algo nuevo y por ello rutilante; desconocido y por ello diferente.

Aquel marco, esa hermenéutica, nos encauza en un adentro para afuera. Pero, ¿es así el camino? ¿Hay un solo camino posible de conocer?



Lejos de este tramo único -de adentro hacia fuera-, ineludible hoy en día en casi toda reflexión, los griegos tenían a sus musas. Y éstas no surgían desde adentro sino que eran seres provenientes de lugares divinos para dar un soplo de genialidad al artista. Pero he aquí un detalle: ellas no eran la genialidad, el artista tampoco. La obra surgía de su encuentro, afuera.

La inspiración

¿Qué es la inspiración? Para una exhalación hace falta una inspiración. Pero al inspirar estamos apoderándonos, haciéndonos parte -en ese inhalar- de aquello afuera desplegado. Lo diverso que nosotros hacemos aun más chico; que empequeñecemos en nuestra inhalación. Pero eso diminuto que nos penetra –una obra cualquiera, una canción, la mano de la danzarina delante de nosotros que deja el perfume de su piel y de su trazo lúdico- ruega por estallar, por hacerse otro en nosotros. Tal vez enorme, seguramente único.

Algo surge desde los cuerpos que se encuentran

“Y la planta humana al cabo, por el abierto poro/ de la piel sonrojada, en guirnaldas de oro/se escapan y me cubren en alocados versos.” (1)

Pueden ser versos los que se asomen, pueden ser miembros en movimiento: voces cantando, gritando. Cabe preguntarse, pues, si ese capricho que nos atraviesa -y que luego se muestra, siempre de diversas formas- posee una dirección, o si alguna se le puede otorgar.

Definitivamente hay “un efecto que se pretende causar” (2). Esa intención que quizás nos brinda el sentirnos acariciados por nuestra musa. Pero, ¿cuán específico puede ser el camino que construyamos para que ese mensaje sea legible a toda persona?

Teniendo en cuenta su contexto romántico, Edgar Allan Poe comenta, casi a modo de confesión provocadora, que su propósito “consiste en demostrar que ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar; que aquella avanzó hacia su terminación, paso a paso, con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático”. Esa precisión, según el autor, es la que utilizó en varias de sus obras, particularmente en “El cuervo”.

La diversidad en el arte puede darse en aquel que crea. Pero también en aquel que recibe. Tal vez el genial Poe se sentiría decepcionado al saber que, casi un siglo después, sus palabras no llegarían a moverle un solo pelo a Bart Simpson al escuchar tal terrorífico poema de labios de su hermana, emitiendo el primero tan solo una broma sobre el texto.

Aquello diverso que surge va al encuentro de otra diversidad que recibe y que no es una única oreja, una piel universal. Ni siquiera hay una causa única, una musa perpetua que deba aparecerse ante nosotros, los artistas, para hacernos crear.

Es posible pedir a aquella musa o, tal vez, preguntar “¿reanimarás acaso tus espaldas marmóreas/ en los nocturnos rayos que filtran los postigos?/ ¿Socorrerás tu bolsa y tu garganta exangües/ con el oro que se esplende en la bóveda azul?” (3). Quién sabe si conteste.

Muertas estas supersticiones añejas, es buena idea abandonar las mayúsculas, el Dios, la Academia. Entregarnos a la creación sabiendo que nada es certero. ¿Acaso no es lo excitante de la oscuridad lo que mueve al verdadero espíritu inquieto? ¿No es acaso el sinsabor de la inquietud lo que nos lleva a las tinieblas; el desconocer qué dará nuestra piel al zambullirnos en lo más profundo de su negritud?

La carne del otro es aquel precipicio divino, oscuro, enorme y fecundo. Darnos a otros nos da otros-nosotros-mismos con pleno desconocimiento de una certeza única. Será, tal vez, como nos cuenta Gustavo Adolfo Bécquer al final de su rima XIV, “yo sé que hay fuegos fatuos, que en la noche / llevan al caminante a perecer; / yo me siento arrastrado por tus ojos / pero a dónde me arrastran, no lo sé”.



Notas
1 Storni, Alfonsina; “Capricho” en Poesías, 50 aniversario; Argentina; S.E.L.A; pág. 98.
2 Poe, Edgar Allan; “Método de composición” en Poesía Completa; España; Ediciones 29; 2005; pág. 80. Puede leerse “El cuervo” en la misma edición.
3 Baudelaire, Charles; “La musa venal” en Las flores del mal; Argentina; Hyspamerica; 1982; pág. 25.