Por Lucero Dávila
IG @lucerodavilaarte
La Edad Media o Medioevo fue el periodo histórico comprendido entre los Siglos V y XV de nuestra era. Esta época se caracterizó por un marcado fervor religioso, razón por la cual fue considerada oscura y hasta primitiva. Sin embargo, los últimos estudios e investigaciones realizados acerca de este lapso de tiempo terminaron arrojando todo lo contrario: el Medievalismo trajo consigo importantes descubrimientos para el desarrollo de la humanidad, como la vela latina, la brújula, el reloj mecánico o los molinos de viento; además de ello, el arte consiguió traspasar la barrera de su tiempo y convertirse en testigo del mismo.
La Edad Media estuvo marcada por el cristianismo bajo la perspectiva católica. Fue esta idea la generatriz sobre la cual se desarrollaron todos los aspectos de la vida cotidiana, incluido el arte. En este sentido, hablaremos de la escultura medieval europea y de la forma con la cual plasmó el cuerpo humano y su conducta en aquellos años.
Ya desde tiempos anteriores, la escultura tuvo como eje temático a la figura humana. Los griegos, así como también los romanos, desarrollaron un arte netamente antropomórfico, siendo éstos últimos quienes, durante el Medioevo, otorgaron por herencia al ser humano como centro de expresión.
Siendo las manifestaciones artísticas una manera de reflejar el pensamiento, encontramos que las representaciones escultóricas de aquella época, hallaron en la composición hierática el mejor modo de mostrar la severidad que el pensamiento religioso impregnaba en el comportamiento del individuo y su sociedad.
Este arte retrataba la figura humana desde la divinidad, partiendo de la premisa de que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, además de servir como elemento instructivo de la Iglesia.
En este período de tiempo, encontramos esculturas rígidas que demuestran, justamente, la verticalidad en la enseñanza de la fe y la estricta configuración social bajo la cual crecía una persona. La conducta de un ciudadano debía ser intachable, o al menos simularlo. No era posible imaginar un ataque a la Iglesia ni a las normas establecidas desde las sillas monárquicas. Entonces, encontramos inicialmente figuras solemnes, severas, con simplicidad para los detalles y de limitada gesticulación y movimiento.
Con el transcurrir del tiempo, el arte ha llevado a cabo la dura tarea de representar la realidad bajo distintas circunstancias sociales, políticas, económicas; en este ejercicio, ha ido retratando fielmente nuestra expresión corporal. Tenemos, por tanto, que en esta etapa de la historia hablamos de sociedades formadas estamentalmente en torno a un pensamiento fijo, el cual fue modelado por el lenguaje escultórico con severidad y rigidez en sus creaciones.
La escultura medieval nos muestra a un hombre apegado a la creencia única de la época como lo presenta el escultor Gilsebertus en su obra del Siglo XII, El tímpano de Autun, un alto relieve en el frontis de la Catedral de San Lázaro de Autun, que expresa majestuosamente religiosidad, gravedad y rigor en la figura principal; mientras que las imágenes alrededor de él (réprobos, ángeles y honestos que forman parte de la misma estructura) parecen depender y sujetarse al personaje central de un Jesucristo en el juicio final.
Cabe destacar que otro de los factores principales para definir la escultura y el arte en general durante este período, fue el financiamiento, el cual era proveído por la iglesia y la Corona; por lo tanto, fueron estas instituciones quienes marcaron la ruta para el artista elegido.
Ahora bien, todo en la vida permanece en movimiento; es por ello que la escultura medieval fue pasando de la rigidez al dinamismo. Este recorrido fue marcado por el ritmo de cambio en el pensamiento humano. Un ejemplo de ello es la Virgen de París, escultura del Siglo XIV (cuyos autores son desconocidos) que nos expone, precisamente, movimiento y dinamismo en un vestuario de ondulaciones y pliegues para una personalidad adornada por una corona de finos detalles, alejándose de la solidez y sencillez de monumentos antecesores.
Otro ejemplo de este tránsito es El Sepulcro de Felipe “El Atrevido”, de Claus Sluter y Claus de Werve. Aquí encontramos personajes con posturas diferentes unas de otras, además de algo relevante ocurriendo en este grupo escultórico: cada uno de ellos está separado de su monarca, el Duque de Borgoña, cuya figura aparece en el nivel superior y agigantada en comparación a el resto de los elementos (claramente, dado el rango) que revelan cierta independencia aún en el estrato inferior de la pieza.