Por Ana González Vañek para la Red DanzaNet
¿Es posible hablar de la danza como experiencia espiritual en términos generales? ¿Cómo hacerlo si, en su misma definición, ésta huye del lenguaje? ¿Cómo hacer para intentar objetivar la eternidad de un instante presente que en la intención de ser capturado verbalmente se nos presenta como inaprehensible en su mismisidad? ¿En nombre de qué se podría hablar de la danza como experiencia espiritual “en general”?
En última instancia, habría que encontrar un espacio en el que esta experiencia se pusiera de manifiesto de alguna manera y sin decirse; un espacio en el que las huellas de la experiencia espiritual fueran lo suficientemente visibles para que pudieran ser reconocidas. Esto será posible solo si prestamos atención al hecho de que toda experiencia espiritual, si es verdaderamente humana, es también e inseparablemente, una experiencia corporal. Sea cual fuere la naturaleza exacta de la experiencia espiritual, lo cierto es que se manifiesta y se expresa en y por la corporalidad, modificando los campos de la sensibilidad, de las actitudes y de las acciones humanas.
En “La experiencia espiritual del cuerpo” Ghislain Lafont hablará de la “práctica litúrgica del cuerpo” para dar cuenta de una actividad primordial y original cuyas manifestaciones más visibles son, según él, el canto y la danza.
Se trata de dos usos del cuerpo que no podemos explicar y definir de una vez y para siempre ya que para ellos no hay racionalidad posible, pero sin los que quizás no comprenderíamos qué es el cuerpo.
Danzar significa, en términos de racionalidad científica, usar el cuerpo en lo que tiene de número, ritmo y medida; pero en otro sentido, tal vez más alejado de los intentos empiristas de objetivación, significa volver a los orígenes de la expresión humana en donde el cuerpo se significa espontáneamente como simbólico y presagia, en el cumplimiento corporal del gesto, una profundidad primitiva o tal vez una realidad absolutamente distinta con la que el hombre descubre, al expresarse, que está buscando una comunicación.
Del mismo modo, los objetos que nos rodean tienen valor no solamente como materia para nuestras necesidades, sino como símbolos que organizan el espacio de nuestro deseo dirigiéndose hacia nuestros sentidos, no para que los tomemos y los consumamos, sino para ser valorados de alguna forma y para definir el campo siempre móvil dentro del cual se constituye la danza como práctica generadora de sentido.
De esta manera nos encontramos con una actividad que se anuncia como experiencia fundamental de belleza o de verdad y que pone al cuerpo en “otro” estado, alterando las funciones esenciales en las que se manifiesta el ritmo del cuerpo humano _la respiración, el movimiento del corazón_ como si el cuerpo no estuviera hecho, en su estado actual, para la plenitud a la que tiende y como si el más pequeño toque de esa plenitud pusiera en camino hacia una «locura» del cuerpo, que es sin más la sombra de su razón última. 1
Así, es imposible captar la experiencia mediante la palabra ya que se escapa en su mismo brotar del lenguaje, incluso por su multiplicidad; una multiplicidad tan grande que nos lleva a preguntar si existe algún rasgo en común entre los modos sumamente diversos según los cuales se puede o se cree poder “tocar” el espíritu. En este sentido, habría que poder decir o al menos intentar definir lo que es una experiencia espiritual y lo que no lo es; pero ¿cómo podría hacerse esto? No sólo es difícil por lo anteriormente explicitado sino debido al hecho de que quien reflexiona sobre una experiencia espiritual dada pertenece a una tradición cultural determinada y no posee los instrumentos necesarios e imprescindibles para penetrar profundamente en otras.
Lafont dirá que es de suma utilidad considerar las técnicas corporales en las que hoy se inicia con tanto gusto el occidente, en relación con las lejanas tradiciones orientales, cuyas sabidurías son realmente “totales” ya que implican una nueva aproximación concreta al cuerpo, en sí mismo y en sus actividades.
El pensamiento oriental de las prácticas corporales no apela al desarrollo voluntario del cuerpo ordenado a la adquisición de cierto grado de resistencia física, de capacidad muscular o de belleza corporal mediante ejercicios fatigosos y marcados enseguida por la competitividad; en él no se pretende adquirir nada, sino simplemente “tomar conciencia”, “conocer el propio cuerpo”, no ya como instrumento que permita hacer cosas, sino como un signo y un dato, como fruto en nosotros de una sabiduría más sabiaque nosotros mismos, por la que nos encontramos de múltiples formas en relación.
Experimentar la relación doble y fundamental del hombre con la tierra y su pertenencia a ella; la trascendencia mediante la estabilidad del ser en pie que percibe su propio “ser de hombre” subiendo por así decirlo de la tierra al cielo a lo largo de sus propios ejes verticales que son las piernas y la columna vertebral. Así, se trataría de poner atención en todo lo que estamos viviendo y que a la vez nos rodea; sentir el aire, oír los rumores, mirar los colores y palpar los volúmenes. Descubrir y controlar el juego sutil de la respiración y de su ritmo lento de penetración y de expulsión para experimentar de esta manera todas las regiones del cuerpo, su posición, su reciprocidad y, fundamentalmente, su significado.
Esta atención se puede descubrir en la práctica de la danza como obra de arte que implica ciertas capacidades insospechadas de sensación y de conocimiento, descubriendo el “eros” que lleva al hombre a existir en su propio cuerpo como en el lugar desde donde es posible alcanzar el verdadero centro interior de sí mismo, a la vez que realizar intercambios con los demás. En relación con esto, el filósofo francés Merleau Ponty afirma que la experiencia corporal produce el “sentir” que es relacional, y no recibe estímulos sino escenas significativas. Los objetos a ser reconocidos por esa conciencia corporal no son positividades sino núcleos de significación experimentados en virtud de la aprehensión precognitiva de la unidad de nuestro ser corporal.
Nos hallaríamos así ante una “intercorporeidad intersubjetiva”, dado el carácter participativo de la percepción. Merleau Ponty habla de la preexistencia de una mixtura originaria entre el mundo y nosotros antes de la palabra y el pensamiento.
El cuerpo, reencontrado artísticamente en la danza, modela por sí mismo la propia estética verdadera, de forma que las mismas actividades que tienen en él su origen se convierten en obras de arte y de espíritu. El cuerpo experimentado de este modo es fuente de una atención que hunde sus propias raíces en lo profundo del ser. Así, esta forma de vivirnos y experimentarnos nos llevaría más allá del mismo cuerpo, es decir, a una experiencia de totalidad y por tanto a una apertura al misterio que nos rodea como espacio plausible de creación.
De esta manera, cada bailarín poseería su propia experiencia espiritual individual que sería a la vez y por acción del cuerpo, experiencia artística de intersubjetividad.
Notas
1 Lafont, Ghislain: “La experiencia espiritual del cuerpo”