Por Gisel Zingoni
El espacio donde se desarrolla Café Müller es oscuro, vacío, a pesar de estar lleno de mesas y sillas. Es de noche y dos mujeres de aspecto fantasmal andan a ciegas por el espacio. Una de ellas, la de pelo suelto, choca las sillas y las mesas, aunque un hombre más bien terrenal, intenta quitar de su camino, todos los obstáculos posibles. La otra, Pina, parece desenvolverse mejor en el espacio, camina con pasos cortitos y rítmicos, aunque también encuentra su límite en las paredes. Ninguna de ellas puede salir de ese espacio. En un momento, Pina sale, pero queda atrapada en las vueltas de la puerta giratoria. Me desespera. No puedo dejar de pensar en cuando era niña y acompañaba a mi mamá al banco. Había una puerta como esa en la entrada y mientras para otros niños era un juego (tal vez mis propios hijos también jugarían de esa manera), yo temía no poder salir, seguir girando y quedar del lado de afuera, o de adentro, pero lejos de mi mamá. Seguir girando así, sin poder salir, como Pina.
Además del hombre que intenta quitar los obstáculos a la bailarina, hay una mujer pelirroja con tapado que va y viene haciendo ruidos con sus tacones. También parece querer ayudar a las mujeres, pero no lo logra. Envuelta en una inquietud constante y en la impotencia se mueve por todo el espacio y las observa, pero no hace nada. O nada de lo que hace sirve, como una ayuda que es más molestia que colaboración.
La bailarina de pelo suelto abraza a un hombre rubio (también de un aspecto más etéreo que los otros dos). Ambos se abrazan efusivamente demostrándose lo que parece ser amor, aunque lo siento más bien apego, obsesión, dependencia. Otro hombre intenta destruir esa dinámica, separarlos, pero no lo logra. Se apegan cada vez más. Sus movimientos son rápidos, repetitivos, incluso violentos. Un vínculo del que no pueden salir, un poco por posesividad, como se viven muchas relaciones: repitiendo un patrones o dinámicas no muy saludables. Los otros tres (los vestidos de ropa oscura) quieren ayudarlos, tal vez destruir esa dinámica enfermiza, pero los vínculos son entre dos.
Con respecto a las emociones de los bailarines, percibo que los de blanco se expresan desde las vísceras, más instintivamente. Los otros están más preocupados por controlar a los viscerales. Los observan, los cuidan de los obstáculos, están alertas, confundidos por sus comportamientos. También los persiguen. En un momento la pelirroja empieza a correr al bailarín rubio, lo acosa; él a veces se deja alcanzar, se besan, se tocan, y luego vuelve a escaparse. Corredor y cazador. El hombre no se quiere vincular con la pelirroja; tal vez espera su amada. Cuando ella reaparece, se vuelve a dar algo repetitivo entre ellos, aunque esta vez parece más un sostén, se sostienen mutuamente. Lo expresan con movimientos circulares, intercalan el sostén mutuo hasta que encuentran un límite en la pared. Y ahí nuevamente los movimientos se vuelven más rápidos, repetitivos, incluso violentos. Se dañan golpeándose contra la pared, una vez uno, otra vez el otro. Los demás siguen como observadores, confundidos, queriendo ayudar.
Hacia el final, todos se van yendo. Solo quedan Pina y la mujer pelirroja. Ella se quita su tapado y su peluca, se los entrega a Pina. El espacio se oscurece cada vez más, no se ve nada, solo el vestido blanco de Pina que sigue moviéndose con pasos cortitos y rítmicos. Queda atrapada en ese espacio. Sola. Todos estamos un poco solos en nuestros propios espacios.