Por Pamela Guzzo De Sanzzi
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IG @integracion_consciente
“La principal y más hermosa de las cualidades de la naturaleza es el movimiento”
Marqués de Sade
Nuestra sola existencia es una maravilla de la naturaleza y, sin embargo, solemos perdernos en nimiedades y devenires cotidianos que nos desvían de lo que profundamente añoramos: la conexión, la sensación de unidad, la profunda certeza de completitud que sentimos cuando nos habitamos de manera íntegra; es decir, cuando estamos presentes y conscientes en cuerpo/mente/espíritu. La danza es una manera de acercarnos a esos momentos de honestidad feroz que nos dejan al desnudo frente a nuestra esencia vital.
La integración de las partes que conforman un ser viviente - de las más encarnadas a las más ligeras - habilita gestos impregnados de un sutil halo espiritual que da cuenta del contacto que anhelamos. Si no nos hacemos presentes en cuerpo/mente/espíritu corremos el riesgo de que nuestros gestos y movimientos se conviertan más que en creación y expresión fundamental y (con)movedora de nuestra esencia en producto prefabricado. Esta dificultad de estar presentes por entero, que puede pasar desapercibida en lo cotidiano, se nota (y mucho) en el danzar. Lo sentimos adentro y se ve desde afuera.
Tenía 8 años cuando di mis primeros pasos en la danza y, sin poder interpretar desde la razón lo que pasaba, instintivamente supe que allí había un espacio sagrado en el cual mi espíritu encontraba un lugar real donde estar y donde existir. En ese espacio formado por el intercambio vincular entre mi cuerpo y el entorno había magia. Me fui dando cuenta de que esto ocurría cuando estaba presente. Cuando me hacía presente como ser íntegro, danzar cobraba matices inesperados y me conectaba con algo tan vivo que no podía ser otra cosa que lo natural que residía en mí: la fuente de la vida. Es difícil comprenderlo del todo. No lo entendía entonces; tampoco ahora y no es necesario. Es, quizás, más bien una sensación que se define como el estar o no estar, un estado dinámicamente meditativo.
Hace casi dos décadas comencé a interesarme por la cosmovisión daoísta y sus prácticas. Según la filosofía daoísta, no hay separación entre cuerpo/mente/espíritu. Lo cual tiene mucho sentido y, además, es un alivio frente a la constante fragmentación del mundo en que vivimos. Según la visión daoísta, las fuerzas de la naturaleza existen en estrecha y continua relación e intercambio con sí mismas y el entorno. El qi, fuerza vital inherente a todas las cosas, toma formas diferentes: desde las más palpables como los cuerpos hasta las más sutiles como el espíritu. Todas ellas son expresiones del qi, distintas formas más o menos refinadas de la misma fuerza vital. Los elementos de la naturaleza también están compuesto de qi: agua, árbol, fuego, tierra y metal son las partes que componen todo ciclo de vida/muerte. En el ser humano, estos elementos están asociados a órganos internos y éstos, a su vez, encarnan, entre otras cosas, distintas cualidades del espíritu. Por ejemplo, el Pulmón, asociado al Metal, encarna Po, el alma corpórea (1).
En este sentido el movimiento consciente y muy especialmente la danza, encarnan lo que podríamos llamar “espiritualidad orgánica”. Es decir, la espiritualidad literalmente encarnada en los órganos internos y, a la vez, en conexión con el soma y la tierra/organismo/ entorno vivo y sintiente. La danza emerge, entonces, como punto de enlace entre nuestros paisajes internos, el Cosmos y la profundidad de la Tierra. Al mirar la espiritualidad como consubstancial a los procesos naturales, dejando de lado la visión de la espiritualidad masticada, colonizada y raptada por ciertas religiones, dogmas y normas culturales, comprendemos que danzar es un acto soberano, sagrado y creativo.
De pronto, la filosofía daoísta, nos permite dar cuenta de aquello que percibimos de manera intuitiva y es posible abarcar formas tangibles de espiritualidad desde la presencia de nuestros órganos internos. Así, el profundo anhelo de conexión vital, ya no aparece como una abstracción; lo cual no es negativo en sí mismo pero aquí queremos subrayar la dimensión orgánica de la espiritualidad. Y esto es importante porque en los procesos naturales de este mundo siempre existe la sustancia sutil, ligera y sin forma y lo que la sostiene, contiene y da forma para que la expresión sea completa. En este caso, la danza abre camino para que nuestra corporalidad (nuestra tierra interna) intercambie, se vincule y sea sostén del espíritu (nuestro cielo interno).
La naturaleza nos recuerda que el ser humano, en tanto microcosmos (2) dentro de un macrocosmos, encuentra sentido en esa unión entre su propia e individual experiencia vital y la inseparable naturaleza de las cosas que le rodean. Al danzar, danzamos nuestra espiritualidad orgánica, enraizada en la Tierra y guiada por el Cielo. Danzamos los ciclos de la vida y de las muertes que nos atraviesan. La danza, entonces, se presenta como un espacio conocido y familiar pero también un impulso para explorar lo secreto e ignoto, para experimentar lo natural y lo sacro. Nuestras células reconocen esa danza como acto divino, ceremonia interna, expresión de símbolos y espíritus ancestrales.
Se danza desde la integridad del ser para encarnar nuestra verdad y, desde esa autenticidad, sentirnos parte de la danza del Cielo, de la Tierra y de todo lo que existe entremedio. Danzamos para desplegar conexiones y componer nuevos caminos. Dancemos para no olvidar, para crear espacios y forjar hogar.
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1. El Pulmón (Metal) encarna a Po, el alma corpórea; el Riñón (Agua), a Zhi, el espíritu de la voluntad; el Hígado (Árbol) a Hun, el alma etérea; el Corazón (Fuego) a Shen, el espíritu de la mente y el Bazo (Tierra) a Yi, el espíritu del intelecto. Cada uno de los cinco espíritus se vincula al cuerpo de manera diferente, impregnándo el movimiento (en la vida cotidiana pero también en el yoga, el qigong, la danza, etc) de diferentes matices.
2. Esta es una de las máximas más conocidas del daoísmo.