LOS ACCIDENTES DE MI DANZA

Por Lucero Dávila

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Fuente: Pinterest


Empezaré con una pregunta. ¿Cómo empezó mi gusto por la danza? De muy niña, cuando veía a las bailarinas y no sabía cómo ser una. Nunca manifesté mi deseo de ser una, quizás por eso no hubo nada que me acercara a ellas ni nadie que me sirviera de ejemplo.

Ya de grande, explorando, buscando cosas que me nutrieran, que me llevaran a un estado en el cual me pudiera sentir viva y parte del mundo, vi una entrevista a una bailarina de danza contemporánea muy reconocida en mi país, hasta entonces no tenía idea de qué cosa era la danza contemporánea y sólo soñaba con el ballet.

Pasó poco tiempo y busqué la escuela de aquella bailarina, me matriculé y fue más difícil de lo que pensaba. No tenía coordinación, era muy torpe y no me salía nada.

Me esforzaba, pero nada; no podía; trataba de recordar cada paso pero no lo lograba.

Un día, de camino al trabajo, el bus en el que iba chocó y me golpeé la espalda. Mis radiografías indicaban un desvío en la cadera y pasé los siguientes tres años en terapia física, batallando con una enfermedad llamada neuralgia, producto del golpe.

Los médicos me hablaban como si mi cuerpo se pudiese desechar. Hablaban como si ya no sirviera, como si condenarme a estar así fuese algo que mereciera y que me tocara vivir.

Durante varios meses de oscuridad, sin otro presente que convivir con eso y tener que resignarme a eso, olvidé mi deseo de bailar.

Una noche, simplemente volvió a mí el recuerdo de mi imagen bailando, de todo lo sufrido al tratar de hacerlo, de lo ridícula que me sentía cuando veía a mis compañeros bailando sin problema alguno, y yo en agonía tratando de recordar una parte de cualquier fraseología. Me reí y lloré porque, al menos en ese momento, tenía la esperanza de lograrlo y ahora no.

Poco a poco se repetía en mí, mi propia imagen moviéndose y deslizándose en cada paso; en mi imagen yo podía hacerlo y me veía hermosa: sublime, ligera, esbelta, talentosa; llevaba esa mezcla de fuerza y delicadeza que tienen las bailarinas.

Entonces, empecé a soñar que podía ser como ellas: femenina, suave, delicada y perfecta. Empecé a soñar que volvía a bailar.

Por fin empecé a luchar contra el dolor, a luchar contra ese futuro que me era obligatorio vivir. Esa imagen fue todo lo que me empezó a sostener a partir de ese momento. Mi llanto empezó a secarse y cada vez pensaba menos en las alternativas que podría darle a mi nueva e inhabilitada vida. Escribía y encontraba también movimiento en ello, alimentando aún más mi deseo de estar sana, de volver a correr y volver a bailar sin importar cuánto me tomara aprender o cuán torpe podía seguir siendo; quería volver a caer y sostenerme en el piso, usarlo como impulso y seguir.

Al transcurrir el tiempo, mi acercamiento a la danza fue menos atropellado; empecé a tomar pequeños talleres cuando podía. En cada ocasión en la que sentía volar mi cuerpo, por fin me sentía unida a mí misma y unidas cada una de mis partes.

Años después volví a tener un segundo accidente desgarrándome el isquiotibial derecho y desviándome la cadera. Nuevamente pasaba por lo mismo.

Enfrentada a la duda de si podía seguir o no, si iba a bailar o no, si nuevamente podía tan solo volver a correr, me culpaba por todas las veces que no lo intenté, por todas las veces que no quise ir a clase por estar cansada, dolorida y torpe. Me culpaba por no ser tan buena.

Pasaron varias semanas antes de darme cuenta de que nada de eso era importante. Nada. Sólo importaba la posibilidad de hacerlo y estar allí para verlo suceder.

Un año y medio de rehabilitación, y en medio de todo ese pesar, el anuncio de lesiones permanentes y limitaciones me devolvieron a la oscuridad y al miedo; pero también reapareció esa imagen y mi memoria corporal; la misma que guardó dentro de mí cada estado de mis músculos mientras bailaba, aprendiendo a usar mi cuerpo y a confiar en él. Durante todo ese tiempo pensaba en volver y nada hacía posible que lo hiciera: habían pasado muchos años y ya no era joven. Mi cuerpo quedó marcado para siempre y aprendí a vivir con la palabra “limitación”. 

No había danzado lo suficiente, no había estudiado lo suficiente, no era bailarina, no lo había logrado y ahora se trataba de buscar seguir sin poder esperar que ocurra. Volví a intentarlo antes del alta médica, y me matriculé en un seminario de danza contemporánea que me devolvió a la terapia. Y luego llegó la pandemia. Durante la pandemia encontré al ballet o él me encontró a mí. Empecé a tomar clases virtuales y volví a fortalecerme, me di cuenta de que mi cuerpo ya jamás sería el mismo, que si antes tenía que limitarme, ahora también debía cuidarme.

Advertí que tenía que aprender a convivir con el miedo, el dolor constante; pero también comprendí que ésa era la vía para mi recuperación, que cuanto más práctico y logro, más recupero mi cuerpo.

Las marcas del accidente son imborrables pero me han enseñado que aún con ellas puedo bailar, y bailar me recupera, me devuelve la esperanza, me trae paz y me ayuda a ser fuerte.

En todo este tiempo descubrí que la danza tiene una increíble capacidad de llevarte al autoconocimiento y reconocimiento de lo que hay en ti y fuera de ti. Te devuelve al piso y te lleva a levantarte de él. Lograr un paso es festejar la vida.

Para mí, bailar, moverme, es sentirme viva y en paz. El signo de la vida es el cambio y todo lo que cambia es porque está en movimiento y el movimiento es la célula de la danza que se convierte en ella cuando se armoniza con la melodía; en especial, de la vida misma. Poder bailar, poder moverte es poder agradecer el estar viva, es festejar la vida, es amar la vida. La danza es esa bella comunicación contigo y con el resto del universo en donde cada elemento comulga en su propio cuerpo y con los cuerpos de los demás. Danzar es una práctica privada de tu cuerpo con tu espíritu, es por fin conocerte y estar en paz contigo y con lo que te rodea. Al dejar tu sudor, tu esfuerzo, tu cansancio en la sala sobre el piso tu mente logra despejarse; logra estar en paz; logra pensar con calma.

La danza sí, es dura, hay que trabajar mucho, fortalecer el cuerpo, soportar el dolor, estar atenta, aprender a superar el cansancio; pero también es el mayor signo de vida y ejercicio de existencia y permanencia en este mundo. La danza es esa meditación que ocurre en movimiento; es la reunión en un espacio de tiempo de tu cuerpo, tu mente y tu espíritu que logran, por fin, estar juntos. La danza es la victoria sobre la muerte, el triunfo sobre el dolor, la transformación de un cuerpo en un ser bañado de armonía, amor y belleza.


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