Por Flavia Basilico
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Me convertí en artista. No porque sea fácil, todo lo contrario. Sabemos las complejidades que conlleva. Tampoco lo tuve servido, ni me apoyaron ni ayudaron. Mi entorno no tenía fe en mí y más de uno se opuso fuertemente. Entonces, por todo eso no es que me convertí en artista.
No son las horas y días en el estudio de danza de turno y en cada ensayo. No son los raspones, ni los golpes, ni las lesiones en cada articulación, una y otra vez como figurita repetida. No es por eso.
No son las correcciones a los gritos o comentarios desagradables en algunas ocasiones, ni los momentos dolorosos. No se trata de eso tampoco.
No es la poca paga ni el reconocimiento mínimo del arte independiente.
No es el cansancio de cuando estoy en temporada de obras sin parar.
No es un profesional de la salud diciéndome: “vos no podés bailar más con esa lesión”.
No es la sociedad queriendo ponerme una fecha de vencimiento para que deje de ser bailarina.
No es mi psicóloga diciéndome que la danza tiene una importancia desmesurada en mi vida.
No es nada de eso. Creo. Y a la vez, puede que lo sea todo.
Las ganas y las fuerzas para sortear cada una de estas batallas te dejan plantada de una cierta forma, y un día ya no hay vuelta atrás. Si traspasamos los enredos y al final nos sentimos cada vez mejor, es por algo. Esas trabas te hicieron la artista que sos hoy, al fin y al cabo: alguien que aprendió de su dolor para cuidarse mejor y respetar su cuerpo, que sabe con quien quiere compartir el movimiento, que aprovecha cada segundo arriba del escenario y baja agradecida, con mucho o poco público, con más o menos aplausos. Alguien que eligió al arte como forma de vida.
A los que desconfiaban les mostramos que estaban completamente equivocados. No hay forma de que no nos vaya bien. No hay manera de que el final no sea feliz cuando tenemos esa llama encendida que se sostiene plena con el placer de movernos. La danza tuvo fe en mí, me esperó, me buscó y me encontró. Cada vez que me frustré me llamó de nuevo para comenzar otra vez, otra búsqueda, otro mover, otras ideas pero con ese mismo fuego interno expandiéndose a lo loco. Desbordante.
Estamos un poco rotas pero más enteras que nunca (cuando bailamos).
Entonces, todo lo que NO, eso que parecía una contrariedad, los bajones, los monstruos al final del día, eran minúsculos. Nuestra danza se hizo enorme al lado de todo aquello. El poder de nuestros brazos moviéndose y nuestras piernas volando, destruyó cada miedo. Nuestra mirada al frente nos marcó el camino. El fuera de eje nos dejó en un mejor destino. No hay pirueta que nos pueda desestabilizar para siempre ni pisos que no podamos atravesar con nuestras deslizadas. Además, nos encontramos con personas que nos volaron la cabeza con su universo creativo. Hicimos algunas amigas en el recorrido, que nos ayudan, nos quieren ver movernos y nos alientan siempre.
Los momentos oscuros aparecen en la vida de todo artista; sin embargo, elegimos sacarle chispa al suelo de tanto bailar para iluminar nuestra danza. Que el movimiento sea la guía cuando nos perdemos.
Cuando el deseo es tan inmenso, la pasión tan desmedida y la felicidad tan plena, no hay nada que nos pueda tirar abajo.
Siempre se trató de ser completamente, absolutamente, furiosamente libre cada vez que bailo. Yo bailo para luego existir. Si lo pensamos demasiado, como quisiera Descartes, en vez de movernos, con tanto viento en contra de la cara, podríamos llegar a dudar, y no estamos para eso. Bailemos y luego existamos.