¿DEDICARSE O NO A LA DANZA?

Por Laly Alejandra Balcazar Arévalo

IG @lalybalcazar


Fuente: Pinterest


Iniciamos la vida con la inocencia de la infancia. Las experiencias que se van presentando en el camino, nos guían hacia lo que un día se convertirá en nuestra profesión, o en el medio de ganarnos la vida. En mi época de adolescencia, jamás imaginé ver la danza como una profesión, nisiquiera llegué a imaginar que un día, en mi vida, yo misma me reconocería como una bailarina. La danza estuvo siempre allí, en el camino, desde muy pequeña; la veía como una actividad más, igual que tomar clases de natación o cualquier otro deporte, como las oportunidades que ofrecen los padres a los hijos fuera de la escolaridad.

En aquel entonces, el lugar y el entorno en el que crecí, la danza era vista como una simple diversión social o para pasar el tiempo; de manera inocente, instintiva y natural, siempre hice parte del grupo de danza del colegio; hacía parte de los concursos que se formaban a nivel estudiantil. Recuerdo que eran cosas que, desde aquel entonces ya me apasionaban y me llenaban, más que el cotidiano de cualquier estudiante de 14 o 15 años. Desde una edad muy temprana se pudo percibir mi pronunciado gusto por el arte y la práctica de ciertos deportes que exigían disciplina y entrega: la norma era pretender una profesión universitaria de una carrera normal y común como psicología, administración de empresas, derecho, entre otras. Así fui creciendo y dejándome llevar por la vida.

En la inocencia y la incertitud de la juventud, llegó el momento de ingresar a la universidad; aquella voz que todos tenemos en el interior, me hizo decidir no ingresar a estudiar psicología, arrepintiéndome antes de pagar la primera matrícula que me prometía un nuevo camino hacia mi vida de adulta. En aquel entonces hablé con mi madre, fui sincera y manifesté la necesidad de tomar un tiempo para decidir qué estudiar realmente. Ese año ingresé al mundo laboral, siendo aún menor de edad, en medio de mujeres adultas con sus vidas de personas grandes. Observaba mucho la vida y el comportamiento de aquellas personas y aquellos ritmos de vida que parecían, al final, todos tan comunes: casarse, tener hijos, tener un trabajo, tomar vacaciones, comprar una casa. Fueron cosas que, a mis 17 años, me parecían tan faltas de magia.

Ser madre sí hacía parte de mis planes, era algo que tenía claro desde muy joven. Viajar y salir de mi país no me hacía soñar, no me parecía importante. Tener un trabajo me parecía tan natural como tener que alimentarnos: todos necesitamos un día un trabajo para poder vivir mínimamente; pero nada me inspiraba más que el arte, la pintura, la fotografía, imaginarme trabajando en un museo por el resto de mi vida, o convertirme en una crítica y conocedora del arte, me parecía más divertido que pensar estar toda mi vida sentada en un escritorio. 

Estaba decidido. Anuncié en casa que estudiaría artes plásticas; sin mayor dificultad, apoyaron mi decisión e ingresé a estudiar durante 3 años; estaba tan convencida de que ése era el camino que me correspondía, que incluso llegué a decir, en algún momento, que por nada en el mundo dejaría el arte, y menos mis estudios en artes plásticas.

Nada fue como yo lo había imaginado. Poco tiempo después terminé viviendo en otro país, y aunque traté de continuar en la escuela de bellas artes, terminé abandonando las artes plásticas para convertirme en todo aquello que un día había observado y percibido tan falto de magia, sin ningún interés profundo: una vida normal con un trabajo y una familia, una adulta responsable, pero incompleta. 

La vida iba haciendo lo suyo, y yo me dejaba llevar por ella, hasta que sucedió aquel encuentro: esta vez, en papel de madre y repitiendo la historia, llevando a mi hija a clases de danza, así como tiempo atrás mi madre me llevaba a mis clases de deporte. Estaba fascinada por aquella actividad que, desde el exterior, me parecía fácil, divertida y agradable para observar; hasta aquel día, cuando el profesor de mi hija me propuso danzar con ellos o, por lo menos, intentarlo. Yo, sin imaginar lo que estaba por suceder, acepté.

Aquella noche, después de ese encuentro, no volví a ser la misma. O quizás, realmente, aquella noche regrese a mí. Sólo la divinidad lo sabe, y en el fondo, yo también lo sé. Fue una increíble experiencia, volver a dar un movimiento diferente a mi cuerpo. Después de tantos años lejos de la danza, fue ver la luz con los ojos del alma.

Muchos años estuve alejada de la danza sin tener la oportunidad de vivirla, así fuera como simple diversión social. Fue un increíble encuentro, regresé a casa pensando en todo lo que debía hacer para lograr un movimiento, mi mente colapsaba con el simple hecho de tratar de entender los movimientos, era una revolución interna muy profunda.

Por esos días todo se me volvió danza, tratando de asimilar lo que aprendía en clase, e integrar aquellos aprendizajes en mi cuerpo. A la cuarta clase, el profesor me invitó para unirme a la celebración de un festival muy importante. El lugar donde estaba, y la danza que estaba aprendiendo, era otra nueva cultura en mi vida. Aunque era una isla francesa, estaba en medio de la comunidad de la India e ignoraba todo de ellos. Acepté con cierto temor sin saber hacia dónde iba y cuál sería el resultado, y en menos de un mes, me encontré entre bailarines de diferentes estilos de danzas de la India, luces, tambores, colores, olores y, por supuesto, dioses. La energía divina manifestada de múltiples maneras, estaba omnipresente: aquella luz divina que me ha llevado de la mano por este universo, desde aquel primer encuentro. 

Esta experiencia dejaba en evidencia que mi alma había estado incompleta. Se inició todo un camino y, de manera inocente, me fue llevando sin darme cuenta por lo que correspondía a mi vida. De regreso a Francia, era evidente que ya no podía seguir viviendo sin danzar. Esto se había convertido en algo vital.  Tratando de regresar a una vida “normal”, había algo totalmente claro: mi vida sin la danza ya no era posible. Fue así como, en mi búsqueda y a través de varias experiencias, encontré a mis maestros. Al tiempo comencé a enseñar lo poco que había aprendido en ese entonces. A medida que pasaba el tiempo, más consciente me hacía de que la danza era el camino que me correspondía. Siempre, cada paso que he dado, ha sucedido por la gracia divina y de manera orgánica: viajes, estudios, formación, experiencia tras experiencia, un camino lleno de vivencias profundas y mágicas. Por fin podía sentirme viva y completa. 

El tiempo fue pasando y me sumergía cada vez más, así, de manera natural. Sin darme cuenta, dediqué mi vida a la danza; siendo estudiante, profesora, bailarina, y convirtiéndome en la directora de mi propio centro. La vida me puso allí, yo me dejé llevar, la divinidad hizo lo suyo y todo fue tan natural como el hecho de respirar. Han sido años de aprendizaje, estudios, investigaciones; de descubrirme y conectarme conmigo misma, y los movimientos que experimenta mi ser a través del movimiento que la danza produce en él, son años de conexiones con mis maestros, mis compañeros de danza, mis colegas, mis estudiantes y mi público.

El alma es sabia y la divinidad tiene un plan para cada uno de nosotros. Sin dudas, el mío era éste: vivir de la danza ha sido un increíble camino con mucha magia y mucha profundidad. Jamás hubiera imaginado vivir de la danza con la divinidad pero, sin dudas, en cada paso, esa luz divina estuvo allí, permitiendo que todo sucediera, y mostrándome el camino para dar los pasos que me correspondían en esta existencia. ¿Vivir de la danza? Sí, y mil veces sí. ¿Es fácil? No, no siempre lo es. Sin duda alguna, ha valido la pena y me ha permitido libertad, consciencia, plenitud, amor y vida, mucha vida en cada movimiento.