Por Patricia Rojas Pérez
IG @darlevozalcuerpo
¿Te has preguntado alguna vez, qué lugar ocupa el cuerpo dentro de tu historia?
Los fragmentos de nuestra biografía, potenciados por la creencia de que la mente predomina sobre la emocionalidad, nos han llevado a distanciarnos de los mensajes que, de manera constante, el cuerpo nos entrega.
Aprendimos desde la primera infancia a incorporar la quietud, como un símbolo de obediencia, para respetar una orden asociada al cumplimiento de una expectativa del mundo adulto, silenciando el movimiento natural de exploración: aquel que le permite al cuerpo la libertad de descubrir nuevas sensaciones e incorporarlas como símbolos de bienestar y placer, reconociendo asimismo aquellas que generan incomodidad.
Nuestra consciencia corporal, comienza a disminuir, mientras le vamos otorgando un lugar protagonista al cumplimiento y la exigencia del deber ser, potenciado principalmente por la incorporación a espacios donde los roles y mandatos sociales comienzan a aumentar, así como también la expectativa respecto a nuestro comportamiento.
Nuestra identidad se ve influenciada, por el cumplimiento de normas, transformándose nuestro cuerpo en un vehículo anestesiado que sobrelleva la carga de un sistema social, cultural y político, que determina la forma de relacionarnos con él.
La voz de nuestro cuerpo comienza a silenciarse para encajar en un molde establecido, donde se espera que todas las personas tengamos el mismo ritmo y movimiento y así, transitemos las etapas de vida en base al reconocimiento de nuestro entorno, ajustándonos a sus necesidades.
El distanciamiento con nuestro cuerpo y sus distintas dimensiones, permite que lo lineal se vuelva protagonista, aceptándolo como una nueva condición de vida y acostumbrándonos a ella, sobrecargándonos de productividad, invisibilizando nuestros propios límites, volviéndose confuso nuestro espacio personal.
El presente, se vuelve un lugar de inmediatez, donde el común denominador es el obtener resultados y gratificación de manera instantánea, acelerando los ritmos de vida, alterándose el reconocimiento de todo tipo de necesidades y la forma en que experimentamos el tiempo.
¿Qué sucede entonces cuando intentamos percibir nuestro cuerpo? El abanico de posibilidades para reconocer y experimentar sus mensajes se encuentra limitado, pues sólo reconocemos dentro de nuestra huella de existencia aquello que ha sido validado, silenciando sus sensaciones físicas y lo que se desencadena en nuestro mundo interior.
Cuando la creencia que tenemos un cuerpo separado de nuestra mente forma parte de nuestra estructura diaria, se torna difícil darles un sentido a nuestras vivencias, para poder acomodarlas en nuestro presente. Pero ¿Cómo podemos darle un nuevo espacio dentro de nuestra vida y así, volver a confiar en su sabiduría? Atreviéndonos a explorar el contenido emocional guardado en él, reconociendo el síntoma como la manifestación de una necesidad que pide a gritos ser escuchada, para darle voz a nuestra historia, a sus sensaciones y movimientos.
La danza, nos permite darles un lugar a nuestras respuestas corporales, descubriendo y reconociendo dónde está nuestro cuerpo, lo que nos dice, lo que quiere, lo que necesita, experimentando de esta manera una integración total de nuestro ser, transformándose en un refugio para el alma.
Cuando danzamos nos damos el permiso de sentir a través del movimiento, reencontrándonos con el cuerpo y su ritmo orgánico, posibilitando un espacio de libre expresión, donde podemos convertirnos en artistas para crear, quitar, agregar o modificar experiencias.
La danza nos da la posibilidad de respetar nuestro proceso, otorgándonos el espacio y el tiempo para encontrar nuestra propia voz, permitiéndonos explorar en base a lo que podemos, a lo que estamos preparadas para sentir y enfrentar.
Nuestra historia de vida danzada permite que nuestro cuerpo se convierta en voz que reclama respuestas y soluciones, que comunica lo que hay y lo que hace falta y le devuelve su poder reparador.