Por Lucero Dávila
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El tiempo es algo que ninguno de nosotros puede detener.
Puedes colocar tu dedo en las manijas del reloj, quitar la batería, romper el aparato, pero nada detendrá el paso del tiempo en tu vida, tu cuerpo ni el de ninguna otra criatura sobre la faz de la tierra.
En este sentido, puede resultar abrumador para algunos de nosotros ver cómo su paso por nuestro cuerpo va dejando huellas a una velocidad impresionante.
Si bien es cierto hoy en día existen diversos tratamientos para evitar el envejecimiento, también es cierto que esa dilación sigue su paso muy dentro de nosotros.
La historia de cada cuerpo es diferente, una de otra; en mi caso, he padecido dos accidentes que dejaron secuelas imborrables, y en mi presente veo cómo se van acentuando con el tic tac del reloj. Todo aquello que los médicos me anunciaron debido a los efectos de ambos eventos, se están dando con la premura que pronosticaron, y en ocasiones es aterrador; es como batallar nuevamente con el momento en el que no sabía si me iba a recuperar o no, en el que no sabía si los médicos al decirme: “Olvídate ya de dar brincos y saltos” (refiriéndose a mi deseo, siempre latente, de volver a bailar), estaban acertando, o sólo querían que dejara de llorar durante la consulta porque algunos de ellos no supieron ni quisieron calmarme.
Afrontar el vaticinio médico, sumado a deficiencias orgánicas y males congénitos, me lleva a preguntarme muchas veces si podré lograr las metas que me he trazado, si estoy en una carrera que es impuesta por las manecillas del reloj de la vida y que no se va a detener, haga lo que haga.
Me pregunto si me veré triunfando en la escalera de la vida a la que quiero llegar, si levantaré la copa de mi propia victoria personal sobre las marcas de dos accidentes y una enfermedad hereditaria. Esas dudas me llevan a desnudarme ante todos, para mostrar mi miedo como el ser humano que soy, justamente hoy y justamente ahora, parada frente al enorme paso del tiempo que lleva la imagen de una enorme y pesada torre gris, cuya emisión de sonido enmudece con cada campanada el espacio infinito, amenazando mis sueños y toda esperanza.
Entonces, ahora, en medio del miedo, tomo con suavidad las barras del salón y me dispongo a encarar las consecuencias que el tiempo, las dolencias y todo lo demás me impongan, descubriendo que también digo: “Sopla más fuerte, te espero de pie”.
En este instante caigo en la cuenta de que ya resisto todas las planchas en la rutina de entrenamiento que antes no podía, me estiro como nunca antes lo hice, y cada vez que estoy en mi clase de Ballet, continúo viva, triunfando sobre la predicción y la incertidumbre. Cada vez que termino una rutina, someto a mi miedo.
Sí, tengo dolor; sí, acabo agotada; sí, me seguirá doliendo; pero todo eso me grita y me repite incansablemente, que la vida brota en mí; que mientras siga bailando, que mientras pueda bailar, voy a estar bien. Mientras mi cuerpo se mueva y camine, respire sin ninguna ayuda, corra y levante mis piernas en un developé cada vez mejor logrado; mientras el soporte de mi espalda se vuelva orgánico y mis piernas más fuertes, entonces, estaré bien y mi sueño se volverá real.
Ahora puedo verlo. La danza es el medio con el cual confronto la inquietud por el futuro, los designios y las sombras. Éste es mi grito de guerra: “Estoy viva y voy a disfrutar de cada segundo que pase por mi cuerpo y dentro de mi cuerpo”. Voy a sentir el paso del tiempo en cada célula, y voy a abrazar cada dolor para gritar más fuerte con cada logro que se suponía no tendría.
Nadie puede detener el tiempo, pero tampoco podrán detenerte si no quieres, y eso es lo que yo hago. No importa qué tanto duela; confío en mi cuerpo, confío en la vida y ruego para sentir la compañía divina en mí: escuchar cuando me dice que avance, que nada malo pasará.
Confío en que cada fin de semana acariciaré la posibilidad de mis sueños cumplidos al tomar las barras de mi salón de clase. Nadie puede quitarme la posibilidad que encontré, así como nadie puede quitarte la esperanza de lograr una meta, de disfrutar tu vida y de seguir frente a ella, contendiendo con lo que venga; tomándote fuertemente de las barras que ella misma te coloca en frente para que te sostengas y puedas lanzar tu propio grito de guerra: el que nada ni nadie podrá silenciar.
Dicen que estamos en tiempos difíciles, y es verdad; la gente es cada vez más viciosa y cada nación enfrenta hoy la división de sus propios pueblos. Las personas suelen perderse en el discurso de la queja y alimentarse de él; es por eso que prefiero la danza. La danza no es para los débiles, así como tampoco lo es la vejez; ambas son dos sendas por las que camino a diario esperando que me alcancen en el momento preciso y no antes, preparándome para encontrarnos justamente allí, en el escalón de mis victorias con la experiencia que los años en esta tierra pueda darme.
Tanto la una como la otra son dos compañeras que merecen la valentía de cada alma y el esfuerzo por llegar a ese momento erguidos, con la carga de nuestros logros, con la tranquilidad de haber entregado todo a nuestro paso y haber sido nosotros los que dejamos una impresión en los demás; y que esos trazos construyeron algo en alguien, a quien enseñaron a ser valiente, a ser mejor.
Ninguna de las dos te necesita para seguir con su existencia; deberás ser tú quien decida avanzar o quedarte, enfrentarlas o huir. Ninguna de las dos se va a doblegar ante ti ni tus pesares, debes ser tú quien escoja esperarlas de pie, o de rodillas. Ambas te darán con todo lo que tienen, pero serás tú, finalmente, quien elija resistir, o renunciar.
La vida transcurre sin decirnos qué sucederá mañana, somos nosotros los que vamos develando lo que nos depara mientras continuamos andando. Esa falta de certeza, muchas veces nos agobia; mas debemos superar ese momento, o también llevarlo a cuestas, siendo conscientes de que estamos aterrados; pero aún así, avanzar, pues nada se detiene para esperarnos y nada tiene por qué hacerlo.
Marianne Williamson señaló un día que nuestro miedo más profundo radica en descubrir nuestro propio poder. Comparto el poema completo, para que puedas averiguarlo:
Nuestro miedo más profundo no es ser inadecuados,
nuestro miedo mayor es nuestro poder inconmensurable.
Es nuestra luz no nuestra oscuridad lo que nos aterra.
Optar por la mezquindad no sirve al mundo,
no hay lucidez en encogerse para que los demás no se sientan inseguros junto a ti.
Nuestro destino es brillar como los niños;
no es el de unos cuantos, es el de todos
y conforme dejamos que nuestra luz propia alumbre,
inconscientemente permitimos lo mismo en los demás
y al liberarnos de nuestro propio miedo
nuestra presencia automáticamente libera a otros.
Gracias.
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