Por Lucero Dávila
IG @lucerodavilaarte
La tarea de escribir no es para nada sencilla. Ya sea que escribas por placer o trabajo, esta actividad demanda esfuerzo.
Las palabras no fluyen con sólo sentarte frente al ordinador o cuando tomas un lápiz y un cuaderno. La cabeza da vueltas pensando qué escribirás. Muchas veces la presión de tu propia vida no te permite pensar con claridad, y la creatividad con la que algún día pudiste contar, huye si el estrés recorre todo tu cuerpo.
Pasar días o semanas enteras sin que una sola idea pase por tu cabeza, juzgando y menospreciando cualquier pequeño aire de originalidad que, en algún momento pudiste tener, son circunstancias en las que difícilmente encuentras comodidad. Lo aprendido en la escuela, la universidad, un seminario o taller, aparece como una gran pared blanca sin ningún matiz, mancha, sombra, o tan siquiera vestigio de polvo que pueda representar una primera letra o un signo de puntuación aún solitario sin palabras a su alrededor.
Escribir no es un mero acto mental, también lo es físico y emocional. Tu cerebro debe tener el recuerdo de algo aprendido, por muy pequeño que sea el recuerdo, imaginación y conocimiento del ejercicio mismo, para poder ordenar o estructurar lo que sea que venga a él en esos momentos de bloqueo creativo.
En todo momento, por muy cansada que puedas estar, se trata de permanecer despierta y alerta para aprovecharte de ese punto que pasó raudamente, esa remembranza, silbido del viento o cualquier cosa que hasta por accidente podría correr como un fantasma tenue y veloz por tu cabeza. Sin embargo, a veces resulta que nada de eso ayuda.
En esos instantes en los que todo lo probado ha fallado, tomo mi leotardo y empiezo a repasar la rutina de developpé. Hacerlo termina siendo un escape a la triste y perturbadora obstrucción que aqueja a mi masa encefálica justo cuando menos la necesito.
Sentada sobre el suelo en un repetitivo punta, talón, punta talón mientras le ruego a mi materia gris por una idea medianamente convincente, el ejercicio resulta tranquilizante y le permite a mi mente respirar un poco, conversar conmigo mientras noto que mis pies se están volviendo más flexibles, al alejarme de la angustia de no tener nada que decir. Estar absolutamente invadida por una desequilibrante y nada bienvenida amnesia, son sensaciones bastante tolerables mientras repito la rutina de pies con las piernas en el aire, y permito que ese dolorcito muscular producido por el ejercicio me robe una sonrisa, al darme cuenta de que el hecho de no tener sobre qué escribir podría ser tener de qué escribir. Me río y me vuelvo a reir al imaginar una pequeña lucecita posada sobre mi frente, como símbolo de esa tan deseada idea.
Me tranquiliza el frágil pensamiento de poder agarrarme de la concepción de estar en blanco hasta que nuevamente mi corteza cerebral enloquece tratando de averiguar cómo plasmar mi estado de vacío: por dónde empiezo; cómo hacerlo atractivo para mis lectores; cómo hacer para evitar el riesgo de morir quemada en la hoguera del rechazo y posterior terrorífico olvido de todos ustedes.
¿Será que puedo arriesgarme a ofrecerles mi desierto mental como una original noción, al carecer en este momento de cualquier reflexión mucho más ordenada acerca de algo, de nada, de todo o de un poco? ¿Será que me enfrento a la dura realidad de tener la cabeza sin contenido alguno, limpia de todo evento interesante o importante, y lo que ahora está sobre mi cuello no es más que una cuasi masa esferoide con aire primitivo en la que abunda la escasez; una tábula rasa mucho más estéril que la de cualquier mortal en su primer segundo de vida?
Mientras lo pienso me doy cuenta de que mi cuerpo ya se encuentra en un plié sin que mi razón pueda responder a cómo llegué hasta allí sin notarlo; ¿acaso ya no logro sentir lo que hago? Este aislamiento cognitivo es entonces de tal magnitud, que mi cuerpo y mi mente ahora están divorciados, y la causa de la separación los ha convertido en enemigos, como pasa con una pareja durante la peor etapa de su ruptura; lo sigo pensando mientras noto que ahora estoy haciendo un souplés a la seconde apoyada en la pared, preguntándome cómo transité hasta allí.
Un escalofriante terror ocurre en mí tras esta disociación; pero la relajación que percibo en mis músculos después de realizar mis estiramientos, me ayuda a calmarme y a registrar mi cuerpo y sus sensaciones. Concluyo con calma que fue tan sólo por un breve (aunque creo que no fue muy breve) fragmento de tiempo, que mi mente caminó más allá, pero mucho más allá de mi cuerpo, y es hora de traerla de vuelta.
Como dije al principio, escribir no tiene nada de sencillo; no creo que exista alguien (o tal vez sí) cuyas ideas fluyan una tras otra en un compás armónico del reloj que le permita terminar de plasmar una y empezar con la siguiente.
Escribir también es arriesgado. El resultado de muchos días y más noches podría ser un total desastre. El arduo trabajo de dar forma a las ideas, de escoger palabras, de revisar una y otra vez lo escrito, podría ser absolutamente catastrófico. Siendo así ¿por qué arriesgarse?
Lo hago porque soy bailarina, y siempre corremos el riesgo. Me puedo volver a caer y terminar por romperme lo que todavía no se fractura; me puedo volver a caer sin tener una nueva posibilidad de rehabilitarme; un gran esfuerzo al bailar podría convertirse en el último de mis pasos; pero sigo, como sigo ahora, tratando de contarte que no tengo nada para contarte, sólo las ganas de estar en contacto contigo y saber que tomarás tu ordenador y abrirás esta página.
Tiemblo de miedo y angustia de sólo imaginar que estas palabras podrían ser mi más grande fracaso, y a la vez pienso también que esta narración podría ser un pequeño testimonio de los avatares por los que pasa un escritor cuando tiene la fuente seca. Pero si hay algo que aprendí de la danza es a dar pelea, a levantarme después de una caída, a recuperarme después de un golpe, a lanzarme al nuevo paso, y ensayar y ensayar; es por eso que continúo con mi relato.
Muchas veces la vida, la danza y la escritura no dan opciones, es una serie de alocadas contingencias las que ocurren cada día en cada aspecto del mismo.
A veces estamos estancados; pero hay una parte de nosotros que sigue avanzando, impidiendo detenernos a pesar de cualquier adversidad, que nos ofrece una esperanza para continuar, aunque aparentemente nos hayamos detenido al no tener una sola idea en la cabeza.
Una vez más, lo repito: me arriesgo, porque soy bailarina o estoy buscando serlo, y mientras no lo consiga continuaré, como ahora persisto en escribir a pesar de mi atasco mental.
En la danza, cuando te caes te levantas. Si te duele algo respiras profundo y sigues bailando. La vida no se detendrá a esperar mientras aparezca una buena historia para mí. El planeta no dejará de rotar sólo porque no tengo algo para contar. ¿Por qué tendría que detenerme entonces?
Por lo tanto, decido presentarte mi desventura (la cual espero, sea temporal), abrirte nuevamente mi corazón de esta manera tras una circunstancia que me vulnera totalmente pero que, con todos sus defectos, es honesta.