Por Patricia Rojas Pérez
IG @darlevozalcuerpo
Si hay algo que me enamora de la danza, es el sentimiento de compañerismo que se genera entre quienes participan en ella. Cada persona trae consigo su historia, relatada a través de sus movimientos, rápidos, lentos, amplios, pequeños; todos forman parte de la danza y comunican sus estados internos; muchos de ellos, acorazados en el cuerpo por no encontrar un espacio seguro y confortable para exteriorizarlos.
La danzaterapia nos regala la opción de descubrir quienes somos más allá del personaje que adoptamos. Nos invita a reconocer nuestras máscaras, a dialogar con ellas, para permitirnos deshabitar de manera paulatina, patrones de movimiento que no calzan con quienes deseamos ser. Nos permite observar con perspectiva el camino recorrido para liberar aquellos pesos que no nos pertenecen, y que adoptamos como mecanismos de defensa para hacer frente a las adversidades. Muchos de ellos, los cargamos como escudos protectores que, ante una posibilidad de amenaza, nos pone en alerta.
El espacio danzado se vuelve, entonces, un lugar seguro para plasmar todos nuestros movimientos y reconocer el ritmo con el que deseamos habitarnos. Las primeras veces se activan todos nuestros mecanismos de defensa, pues aparecen los patrones y creencias que hemos adquirido durante nuestra historia. Y es allí, justamente, donde reside nuestra medicina: en poder darle voz y reconocimiento para identificar de dónde vienen y qué necesitan de nosotras.
La danzaterapia nos da la posibilidad de conectar con nuestra propia cosmovisión, observando quienes somos, reconociendo todos nuestros movimientos, y así lograr sacarnos de la posición habitual con la que experimentamos la vida.
Darle la posibilidad al cuerpo de tener otra historia, se vuelve una semilla de amor que necesita ser cuidada y nutrida, para darnos la posibilidad de nuevas sensaciones, y de esta manera, ser capaces de escuchar, reconocer y transformar aquellos miedos e inseguridades que se activan cuando experimentamos nuevas formas de movernos.
Atrevernos a ampliar el mapa de ruta hacia nosotras, nos da la posibilidad de resignificar aquellos fragmentos de nuestra historia que, por tanto tiempo, han estado ocultos. Contar con una tribu para relatar lo que sentimos mientras nuestro cuerpo se atreve a explorar las diferentes posibilidades de movimiento, se vuelve un colchoncito de amor que activa la certeza de que no estamos solas, y que nuestro relato cuenta con un espacio donde no será juzgado, sino que será cobijado por cada alma danzante que forma parte de él.
Tu historia, mi historia, refleja la manera en que diferentes temáticas nos han afectado de manera transversal, en la construcción de nuestra identidad. Reconocer la raíz de ello nos da la posibilidad de ampliar la perspectiva, de sentirnos acompañadas, pues el relato que tantas veces callamos por miedo, cobra sentido, se vuelve visible y nos entrega la posibilidad de buscarle un nuevo lugar dentro de nuestra historia de vida.
Aquello que parecía imposible de transformar, encuentra un cauce para empezar a liberar sus represas, permitiéndonos reconocer nuevas sensaciones que nos llevarán a devolverle al cuerpo la calma y la confianza que tantas veces ha anhelado.
Volver a confiar, ante un sistema que nos quiere danzando la vida en un solo patrón de movimiento, nos permite ampliar nuestras posibilidades, encontrando en ellas un nuevo camino para habitarnos.
La tribu que acompaña se vuelve un faro de luz que nos permite retornar a nosotras cada vez que le damos voz a nuestro cuerpo. Nos da la posibilidad de derribar las creencias asociadas a que aquello que duele, hay que cargarlo en silencio, permitiéndonos sentir que mostrarnos vulnerables es un acto de valentía que merece ser habitado.
Danzar en tribu nos devuelve la confianza, la seguridad y la capacidad de sentirnos merecedoras de otra historia, una donde mi voz y mi emocionalidad estén presentes y encuentren un espacio para ser escuchadas.