Por Melanie Jhan
IG @aguanabana
“Oigo patear” Dijo Louis. “Hay un gran animal con una pata encadenada. Patea, patea, patea”
Virginia Woolf
Un gran animal dentro; tiene un gran olfato y patas silenciosas; su andar es sigiloso; cuando tiene que mostrar los dientes lo hace; y lleva consigo una flecha. A veces se confunde con otro animal en los matorrales, sobre todo cuando es de noche y es difícil ver las direcciones que marca el camino…aunque estos animales parecen de la misma especie no lo son, y tengo que afilar el olfato para no perderle la pista, ni confundir sus pisadas con las de otro animal. En algún tiempo sus garras estuvieron bien afiladas y no me lastimaban, no se trataba de un poder que se consumía a sí mismo en lo absoluto, me guiaba como la muñeca de Vasalisa en el cuento de Vasalisa con Baba Yaga (1). Ha pasado un tiempo y sigue aquí; y a veces me da miedo porque es certero, tan certero que me asusta. No le puedo mentir. Sabe, y a partir de ese saber que no es intelectual, me guía, me da dirección, me salva, me ayuda a separar el mijo de la adormidera.
Hace unos días, en una clase de teatro, me vi intelectualizando todo mi sentir. Me pesaba la cabeza y me dolía el entrecejo. Llevaba días sintiéndome aplastada por el resto del mundo. Y lo vi. Escribí en mi cuaderno de notas: “Dejar de intelectualizar; empezar a sentir desde y con la consciencia de mi cuerpo. Hoy me siento mal”. Es un bucle sentir desde el exceso de pensamientos que tratan de comprender cada cosa que siento a cada momento. Darle tanta cabeza a todo es agotador, y es estar en un tiempo que no es el pasado, el presente ni el futuro; sino una mezcla de todos. Recibir tantos estímulos hoy en día es paralizante. A veces siento que mi sentido del tacto está castrado, y ni se diga el de la escucha. Me preguntaba en clases ¿para qué sirven las palabras? Me cuestionaba el sentido de la fuerza en el mundo. Empecé a ver más allá de mí misma, empecé a ver a otros y a comprender que sentir es una puerta, un puente hacia el otro, sentirme sin cuestionarme en el momento que experimento eso que estoy sintiendo, me permite empatizar con otro ser vivo. No pude retroceder. Había crecido y me habían dado estos ojos para ver lo bello y lo doloroso del mundo. En el medio del camino, ese animal que patea y patea quería salir corriendo para guiarme. Este mundo es pesado y es leve. Sentir empatía por una gata callejera que es madre de 4 cachorros a la intemperie de ciudad; sentir empatía por el tronco de un árbol que pareciera guardar secretos antiguos; sentir empatía por una planta que es arrancada y deshojada, que no puede correr para protegerse.
Volví a escribir en mi cuaderno de notas “hoy me siento mal”. Bajándome de las esferas del intelecto, comprendiendo que mi razón es pequeña frente a la inmensidad de los bosques internos y externos, me volvía a preguntar ¿para qué sirven las palabras? Fue gracias a otro que me ayudó a descubrir que la fragilidad de las palabras es precisamente lo que las hace trascender en el tiempo. Las palabras sirven para permanecer en el tiempo. Para establecer un diálogo con otro. Entendí que la fuerza es probablemente algo que trasciende lo físico (no sé cuánto hay de razón en esto, solo son aproximaciones que hice a partir de sentir y de nombrar lo que sentí). En un entrenamiento para teatro, tuve una epifanía: ¿cómo usar mi fuerza para un entrenamiento y no drenarla en una discusión con otro? Creo que la verdadera fuerza está en quien sostiene internamente, está en quien ofrece sus sentidos la atención y concentración a un ejercicio que necesite fuerza y resistencia. Recordé que en esgrima escénica había entendido que en los deportes de combate no se utiliza la fuerza para demostrarla, lucirse ni destruir a otro, y mucho menos emplearla con quien no puede defenderse. Ese día sentí muchas cosas. Escribí y continué.
Creo que sentir es necesario en esta experiencia de vida. Es lo que permite movernos en muchos sentidos. Y no se trata de separar el sentir del cuerpo con la razón de la mente. Considero que ambas son una sola, conforman un todo; un cuerpo. A veces es necesario atender el sentido y a partir de allí razonar. A veces puede ser al contrario. Creo que no existe una respuesta única. Cada posibilidad es tan diferente y única como su experiencia.
Todavía no me queda claro para qué hago teatro. El animal que escucha Louis sigue pateando, necesita seguir caminando para descubrir lo que busca, o que lo que busca lo descubra. Lo que sí me queda claro es que en prácticas de la escena como la danza y el teatro, el diálogo con otro me modifica; lo que el otro me da me cambia; recibo y doy; cambio al otro. Permitiendo que el sentir pase por el cuerpo y que los símbolos aparezcan para codificarse. Una red entretejida.
Una palabra no tiene que ser escrita para ser palabra. Puede ser un susurro. Un canto. Un movimiento. Una máscara. Una palabra es aquella que nombra y nos acerca a las cosas ¿quizás?
He crecido. Duele. He de danzar con el caos y el orden del mundo; de la naturaleza. Duele. He de aprender a danzar con ese dolor.
No quiero saber todo. Preciso conocer lo que busco. En mi vida, y en los espacios que un escenario me ofrece: en ambos dos afino el oído, el olfato; para sentir las patadas del animal. Esta percepción externa está bastante nublada; en la profundidad de las capas hay algo interno, antiguo, trascendente, que guía; que llama: intuición. Algo más fuerte que la fuerza como la conocemos hoy día.
Notas al pie
1. Mujeres que corren con los lobos. Clarissa Pinkola Estés.
Referencias
Estés, C. P. (2005). Mujeres que corren con los lobos. Barcelona: Zeta Bolsillo.
Woolf, V. (1983). Las olas . Barcelona: Editorial Lumen .